Existe una especie de cucaracha, cuyo macho es tan pequeño, diminuto más bien, que vive tranquilamente en la vagina de la hembra, alimentándose de las secreciones que ésta arroja y que son un exquisito manjar para él. Llegado el momento, la hembra lo estimula con un fuerte olor a almizcle -llamémosle así a falta de otro término más preciso-, el macho caerá en trance a causa de aquel olor tan penetrante y, sin tener muy claro lo que le acontece, eyaculará, fertilizando un óvulo del tamaño de uno de sus ojos. El huevo fecundado crece hasta abarcar toda la cavidad y, ¡qué Pozo y qué Péndulo!, ni qué tortura china, ni qué otro simil horrible. Todo queda pequeño ante ese crecimiento ineludible del huevo, ¡imparable como el subir de las mareas! ¡Como el girar del día! Lo más angustioso es que el macho no es consciente de "eso" que lo reduce a un área cada vez más pequeña, en la que sigue girando, recogiendo con su golosa trompa las delicadas estrellas de alimento que encuentra todavía en aquel sofocante reducto. Sin entender cómo aquello que en parte salió de sus entrañas crece, primero lo inmoviliza y por fin lo aplasta contra las paredes de esa vagina que ha sido escalonadamente: protección, trampa, coto de caza, lugar de gozo y su tumba. Por su parte la hembra, víctima de la somnolencia de su estado, descubre que el momento del desove se acerca, y con el instito que impele a los salmones a regresar contra la corriente del río, buscando el lugar de su nacimiento, así la cucaracha regresa al suyo, guiada por intermitencias de olores, por marcas en el camino que estaban sepultadas en el olvido. La marcha es lenta, su vagina cargada no le permite el movimiento rápido y vivo que la caracterizaba, pero aunque lenta, su marcha es segura; ella sabe que llegará al lugar donde nació; que es preciso. Cuando llega, el lugar está poblado no por uno, sino por miriadas de insectos que han arribado a la misma tarea. Se mueven con sus extraños y mecánicos pasos, hasta que ese huevo que contiene de treinta a cuarenta crías, sale de su cavidad arrojado por una hembra fatigada, que sufre, se desespera en esta operación que para ella también es mortal. El huevo, demasiado grande, al salir, destruirá su vientre. Una cápsula de color café, estriada, se abrirá rato después resecada por el aire; de ella salen las diminutas crías y dirigen rápidamente al cuerpo aún tibio de la madre y en toda la noche darán cuenta de ella, dejando únicamente un caparazón limpio, mejor que meses de desierto y sol lo hacen con los huesos de un camello. La difusa del amenecer mostrará que las crías se han desperdigado convirtiendo "el valle del nacimento" en un auténtico lugar de fiesta, un hervidero de cucharachines. Las hembras crecen con las horas, los machos no agregarán un adarme a su estatura. Cada hembra ha escogido ya a su pareja y juntos se desplazan en busca de alimento. Horas después la hembra estará lo suficientemente grande y fuerte para cargar a su diminuto marido en el caparazón; éste ha aprendido a sostenerse en la lustrosa superficie y recibe goloso el alimento en la boca. Es atendido como un bebé por su juiciosa compañera, que lo carga a todos lados, deseosa de tener bien protegido y alimentado a aquel diminuto ser que está a su cuidado. Ninguna etapa de la vida se salta. En esta especie, la hembra cumple sus funciones antes de ser madre. Un día alcanzarán la edad adulta; esa noche ella se le abrirán una serie de boquetes, especie de cordón de tetas que van a la cabeza de la vagina por la parte del caparazón; cada orificio secreta un líquido ambarino, brillante, que engolosinará al macho, quien seguirá dicho cordón atraído por su apetitoso olor. Hasta este momento toda su vida ha girado alrededor de la cabeza de la hembra, cerca de la boca de su "mujer" ya que todas sus preocupaciones son alimenticias. De pronto descubre el primer agujero, toma de aquella miel, olisqueándola un poco, moviendo nerviosamente sus antenas; deleitándose con aquel manjar. A ella, aquel lenguëteo le produce un gozo tal, que secreta más y así el macho, encandilado por la gula, se acerca a la boca de la vagina, que se abrirá para darle paso. Cuando él haya entrado, todos los orificios se cerrrán tan misteriosamente como se abrieron. Él, olfateando en la oscuridad, empezará a inspeccionar el lugar donde ha caído, descubriendo, a cada paso diminutas lagunas ricas en sabor, que puede sorber delicadamente; que por grande que sea su gula, aquello siguen manando. El Cautivo Arturo Arredondo Gozoología Mayor, 1991. Biblioteca Popular de Chiapas.